jueves, 8 de octubre de 2009

Y a ti ¿qué te mueve?

¿Cuál es la razón por la que te levantas por las mañanas? Aquello por lo que respiras y eres parte de una sociedad…la razón esencial por la que entre otras cosas te trasladas de un lugar a otro construyendo tu historia cada día, llevo cuatro años viviendo en esta ciudad, y puedo hablar de todo tipo de experiencias en relación al transporte, lo difícil que fue acostumbrarme a tardar horas en llegar a mi destino y lo increíble que fue la ocasión en que tardé tres horas en trasladarme de la universidad a mi casa. Las primeras veces que visite la ciudad observaba a la gente a mi alrededor, algunos con cara cansada y mal humor, salen, entran, llegan, se van, seguro después de tomar varios peseros, conducir o usar el metro ya no queda energía para ser amable con el vecino que camina a tu lado, que te empuja al querer avanzar más rápido…. los nervios están a flor de piel, no se necesita demasiado para estar prestos a pelear con cualquiera que invada nuestro espacio. Pero qué pasaría si en este momento hubiera una crisis, un desastre natural, un extraño que comienza a disparar a la multitud…seguramente no te quedarías con los brazos cruzados, utilizarías hasta el último soplo de tu energía para ayudar a otro ser humano, entonces ¿por qué esperar a encontrarnos en circunstancias extraordinarias para tratar a los demás con respeto?, recuerda que a través de las pequeñas acciones del día a día podemos hacer un cambio, no necesitamos poderes para ser los héroes de nuestra propia historia, ¿qué opinas?.

Aire libre

Como era de esperarse la contaminación no se detuvo a tiempo. La combustión interna se prohibió demasiado tarde, el sector automotriz luchó hasta el fin por su vida. El Doble no circula, se volvió triple, cuádruple, quíntuple, hasta virar al inverso Hoy Circula. Prohibir la combustión, promovió su clandestinidad y la proliferación de alternativas: energía solar, eléctrica, atómica, viento y pedales. En poco tiempo los nuevos modelos multiplicaron a tal grado la circulación que comenzó a restringirse por zonas. Se implementó entonces el Aquí No Circula, rotando las colonias según su tráfico. La plaga automotriz no encontró límite, se abrió paso en el aire y bajo tierra, en viaductos de un piso y luego dos, tres, cuatro, cinco. La industria constructora no se quedó atrás : para alojar a la creciente población, los edificios conectaron sus pisos con banquetas, convirtiendo a la ciudad en un inmenso estacionamiento de ocho niveles. A pesar de las restricciones migratorias, seguía llegando gente al fondo: en el sótano vagaban desempleados, niños sin casa, miseria y violencia. Algunos lograban con el tiempo subir al siguiente nivel, después de años de trámites, dinero y voluntad.

El día de la tragedia circulaba en mi martes por el nivel siete donde siempre había vivido. Llevaba tres horas y media el embotellamiento. El indicador luminoso de la esquina, señalaba un promedio de dos horas más el tiempo estimado de ruta hacia donde yo iba. Pero a las seis y cuarto se encendió el indicador rojo de zona saturada. Resignado, me bajé de mi modesto carrito de pila atómica. Con la mirada ubiqué a uno de los agentes de recirculación que se esparcieron entre los vehículos con su gorrita roja. Le di las llaves del coche junto con un billete de cinco nuevos pesos. Sonrió y dijo que el viernes por la mañana tendría mi coche. Luego me dio el comprobante y se alejó hacia el siguiente auto. Di media vuelta hacia el Solario. Ahí llegaba desde arriba la única franja de luz solar. Se interrumpían los techos de concreto y las luces de neón amarillo para dar paso al Sol. Habíamos conquistado en la ley, el derecho a esa zona donde podías sentir el calor solar en la piel. A esa hora estaba lleno de gente y la cola para entrar era de cinco cuadras, a pesar de costar 400 nuevos pesos los quince minutos con derecho a silla. Entonces descubrí a Estela, huyendo de la gente. Traté de alcanzarla, pero no me vio. La seguí hasta un callejón de neones verdes, me detuve al verla sacar de la bolsa un láser. Lo usó para cortar la cerradura de una reja de metal. Sin pensarlo, la seguí hasta una bodega. En el fondo se abría un túnel que ella recorrió con paso decidido. Después de dos puertas bajas la vi llegar a un lugar prohibido: una escalera vertical, con peldaños metálicos. Al verla, el miedo golpeó mi corazón, eran frecuentes los arrestos por subir de nivel sin la visa de tránsito, el registro de piso y los demás papeles necesarios. Pero al instante me llama la promesa del cielo: el Aire Libre era el lugar del misterio sagrado, se decía que lo habitaron criaturas increíbles, seres asombrosos con pelo en el cuerpo, orejas puntiagudas, bigotes rígidos, e incluso alas par volar. La vida natural era la última utopía. Los viejos relataban historias de venados, de monos y de tortugas, de liebres y de serpientes. Una armonía espontánea equilibraba el mundo original: la vida podía suceder en cualquier parte, había criaturas inmensas e invisibles ¿Aún quedaba algo de ese mundo? Nadie lo sabía con certidumbre. Yo crecí escuchando las leyendas naturales: historias de jirafas, sirenas y elefantes, dragones, dinosaurios y ballenas que habitaban en un mundo de agua. La fe que me enseñaron vivía de la añoranza de especies extintas. A ellas entregó mi fantasía su devoción, confiaba en que la magia natural le daría valor sagrado a mi vida.

Movido por la ilusión natural llego al pie de la escalera. Se abre hacia arriba el túnel que conduce al exterior: palabra que evoca la nostalgia del aire. Ver hacia arriba me llena de ese anhelo esencial de respirar, el circulo blanco del cielo me arranca el valor que me falta. Estela sube la escalera, ya en el cuarto nivel. Subo hacia la luz de un solo impulso. Nada puede detenerme. El círculo de luz va creciendo. El calor solar despierta la energía secreta de mi células, les recuerda su origen. Subo siete niveles sin parar. En el último descubro una rendija luminosa abierta en el túnel. Al asomarse me cuesta acostumbrarme al resplandor, pero se impone una idea recurrente: es el primer nivel, el primer nivel. Cuando mis ojos se adaptan veo albercas grandes. Adentro nada un gordo, en la orilla dos hombres calvos tomando el sol en bermudas. La luz solar entra por una inmensa cúpula de vidrio, tan grande que cubre la ciudad: alcanzo a ver una calle transitada por veloces vehículos, casas enormes, jardines de plástico, poca gente obesa caminando por ahí. Sigo subiendo hacia el círculo de luz. El túnel de la escalera esta pegado a una de las columnas que sostienen la cúpula. Pero ya no me importa la altura. Me arrojo hacia la luz. Me ciega su intenso resplandor. El sol llama a su hijo. Soy él otra vez.

Saco la cabeza al aire libre. Aun sin poder abrir los ojos, soy feliz de salir al espacio, la impresión de libertad me arrasa, quiero que nunca pase este momento. Empiezo a abrir los ojos con esfuerzo, poco a poco se abre entre la luz la mirada de otro mundo. Lo que veo detrás del llanto sacia mi ilusión y la desborda: me agobia el espacio ilimitado, me ahoga el vértigo del viento en el rostro. Nunca imaginé que el vacío predominara de tal modo. A mi alrededor no hay nada. En el suelo veo que la tierra ha sido cortada con rectas para dejar paso a la luz solar hacia la cúpula, construida bajo tierra. Camino por el borde y veo desde arriba la ciudad: inmensa obra humana admirable. Del otro lado hay tierra seca cuarteada con grietas. De vez en cuando crece hierba seca, ahí vuelan insectos: jamás había visto tanta vida. Por primera vez observo a esos pequeños  seres de precisión insólita. Veo dos moscas voladoras, dando giros increíbles en  el aire antes de aterrizar. Me entrego a vivir la leyenda cuando empieza el terremoto. Al principio es una vibración trepidatoria acompañada de un rugido profundo. Poco a poco la estructura que sostiene la cúpula se va venciendo hasta romperse. El ruido de cristales estalla. Se oye bajo tierra el estruendo de la ciudad cayendo. Del otro lado veo que Estela se aleja. Corre alertada por su instinto. La tierra digiere la ciudad, mastica sus calles, se traga al parásito que la devastó. A veces se oyen gritos distantes, su resonancia irreal viene del colapso. Salir del infierno de sus ruinas nos llevó días de esfuerzo animal. Encontrar de nuevo seres vivos nos costó semanas de caminar sin esperanza. Por fin aparecieron nopales y grillos, cucarachas, hormigas y avispas. Hasta ahora, Estela y yo somos los únicos mamíferos, sobrevivimos para continuar nuestra especie. Evitamos la extinción del ser humano, pero empezamos de cero otra vez. Poco a poco aprendemos a vivir con otros seres, imitamos su equilibrio con el pánico dócil de una especie que volvió de su muerte, tan frágil que aún le cuesta controlar su tendencia a conquistar el espacio.

Jorge García 

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